La luz otoñal
Puedo usar el color, puedo hacer lo que quiera, dijo antes de cerrar los ojos. Dos días después, cuando despertó, le preguntaron lo obvio. Sí, lo hice, contestó. Dónde, cómo, podremos verlo algún día, le preguntaron. Aquí, de esta manera, no, respondió. Pero el color, el color, por qué el color.
Tal vez porque en estos días soleados de otoño, la luz del sol llega casi todo el día de lado. O te calienta la espalda, o te enceguece, pero no se apoya sobre ti, sino que te impulsa o te ataja. Que la luz te mueva ya es importante. El segundo componente es el reflejo de la luz, sobre todo en las horas de la tarde, sobre el ladrillo, sobre los árboles amarillos. Como si a ellos también estuviera a punto de moverlos: se mantienen suspendidos a la vista, tan reales y, sí, acogedores.
Y luego oscurece, y queda todo en un silencio exarcebado, como si la oscuridad se disculpara por destruir la magia. Entonces entramos, con el minero, a una librería, cuyo tercer piso contiene exclusivamente libros de segunda (o tercera o cuarta). Dos joyas. Una novela de Pamela Anderson (así es, la famosa novelista que en algún momento creo que posó para Playboy) que estuve a punto de comprar. Y un libro sobre integrales que él compró. Y entre los pasillos, la pareja más fea que se haya visto jamás, besándose ruidosamente. Cambiaban de la sección de antroplogía, a la de poesía, a la de filosofía, buscando el pasillo vacío que les diera la privacidad que tanto deseaban y que tanto bien le haría al resto del planeta si la obtuvieran.
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