De aquí a la China (Parte I, tal vez)
Normalmente los viajes largos los he hecho sobre el agua. En esta ocasión, la estepa rusa y el desierto mongol eran lo único que nos podía recibir en caso de un fallo en el motor del viejísimo Boeing de KLM. Pero el mar llegó finalmente, en la costa de Dalian, una ciudad bastante nueva que por momentos pareciera querer emular una combinación entre Manhattan y Las Vegas. Aquí las jóvenes parejas que recorren los templos del consumo deben ahuyentar los embates de decenas de vendedores de paquetes matrimoniales que parece ser la industria local. Además de vestidos, cena e invitaciones, te ofrecen el lugar, te conectan con el agente de finca raíz y te llevan a compartir las mismas locaciones con otras parejas que hacen fila para tomarse una foto frente a la costa o cualquiera de los otros lugares destinados para tal efecto. Se siente como viajar a EE.UU. hace cincuenta años (con ciertas actualizaciones tecnológicas y salvando el hecho de que hace cincuenta años yo no había nacido, claro) donde la promesa de una familia en casa grande con nevera de dos puertas era suficiente para garantizar algunas décadas de sumisión esclavizada. Pero es que ¿quién querría vivir en un Hutong compartiendo el baño con todos los vecinos y teniendo que esperar en fila tras ellos para afeitarte en una fría mañana de invierno? Nos pregunta el taxista días después en Pequín.
Luego de desayunar huevos fermentados (de cáscara gris, azules y salados por dentro), suave y reconfortante sabor para las ocho de la mañana, con jugo caliente (y quiero decir humeante) y un café hecho exclusivamente para extranjeros (y que por eso mismo nadie ha notado que es impotable) nos fuimos a nadar al Mar Amarillo de la Bahía de Corea. Mar es mar, aunque este tiene tigres y sirenas. También tiene pulpos y cangrejos que tuvimos la suerte de probar en temporada (el cangrejo además es la prueba con la que se gradúan en el uso de palillos chinos lo cual lo hace de su consumo, además de nutritivo y delicioso, enormemente entretenido).
Todas las comidas en Dalian fueron memorables, salvo por la última que, para satisfacer el delicado y conservador paladar de la chilena que se nos pegó al tren a Pequín, fue de pizza. Tampoco es fácil, por cierto, comer pizza con palillos chinos. El tren lo compartimos con un chino que, pese a estar atónito con nuestra ineptitud inicial, me acompaño aplaudiendo a la chilena (cuando finalmente logró coronar el camarote de arriba) y se acostó temprano a dormir a pierna suelta, solo interrumpido de vez en cuando por sus propios quejidos y lo que debía ser la narración en voz alta de los diálogos más interesantes de su sueño mandarín.
Una hora antes de llegar, la conductora pasa por todos los compartimientos despertando a todo el mundo con la excusa de sacar la basura. Y así, despeinados y en pijama van saliendo todos a lavarse la cara, acostumbrados a esta disciplina. Yo no participé del ritual que merecía trompeta solamente porque no dormí en absoluto; algo que me costó en el primer y dilatado día en Pequín.
[Voz en OFF: Así es, pobrecillo. Además era de noche, así que había sido incapaz de distraerse viendo por la ventana. De vez en cuando veía pasar algún que otro pueblo, todos en plena construcción y con sus fábricas iluminadas haciendo girar los engranajes de aquella máquina industrial que no para de funcionar. Leer tampoco le era permitido, porque, ya lo dijo, el chino había apagado luces bien temprano, anticipando quizá que sería levantado a las cinco por La Conductora. En tres ocasiones se levantó al baño, para estimular la circulación e invocar el sueño. En una de ellas, mientras se lavaba los dientes en pijama, la puerta abrió de par en par. Era La Conductora. Al parecer no es buena idea encerrarse en el baño justo después de que el tren ha hecho una de sus dos o tres paradas por el camino. Creyéndolo un polizón, le gritó "piao" repetidas veces, cosa que tomó como insulto mientras se defendía diciendo que no había probado gota de alcohol. Finalmente recordó que esa es la palabra china para "tiquete". Pero estaba en pijama y el tiquete se encontraba enrollado entre sus pantalones de vuelta en el camarote. A punta de señas y con La Conductora irritada, regresó con ella y a oscuras, a tientas y oyendo al chino gritar algo entre dientes a sus oníricos perseguidores, ubicó finalmente el billete y se lo pasó. Casi decepcionada, La Conductora le regresó el rosado cartoncito y le dejo vivir.]
Empezamos recorriendo los alrededores de la estación de tren, a las seis de la mañana, arrastrando maletas por entre los madrugadores haciendo tai chi y al parecer matando moscas o aplaudiéndonos al pasar, no puedo estar seguro. Esa inicial caminata de seis horas fue más bien decepcionante. No podíamos encontrar salida de las múltiples avenidas que pese a parecer autopistas extraurbanas, atravesaban o rodeaban el centro sin ofrecer puntos blandos para penetrarlo. Finalmente, la espiral se cerró sobre sí misma y acabamos en Tiananmen donde solo nos quedó energía para ver la gente pasar, sentados sobre las maletas hasta recuperar energías para llegar al hotel.