Almuerzo de Navidad
Los globos oculares. Mis globos oculares para ser preciso. Abrí los ojos hasta que dolieron y por un instante pensé (quise) que saltarían de sus cuencas. Que lentamente empezarían a flotar frente a mi cara. Que despacio subirían por encima de mi frente apenas sostenidos por los nervios ópticos. Mi cerebro estaría tentado a dejarlos ir, a soltar los nervios para que los globos ascendieran al cielo y al infinito. Pero no lo haría, sabiendo que lo que verían sería solo para ellos una vez roto el vínculo.
Eso sí que serían ojos desorbitados. Pero igual el esfuerzo fue suficiente para parecer confundido cuando el saxofonista me hablaba de los eigenvalores del reciento recién despojado de su relleno para la remodelación. Algo decía en torno a la altura y las frecuencias que harían de ese un mal sitio para ciertos instrumentos musicales. Esto mientras el coro local cantaba villancicos, cada uno de los cuales iba arrancando poco a poco la paciencia de los que estábamos en las mesas de atrás, esperando turno. Yo estaba pensando en otro cosa. Pero siguió insistiendo en la arquitectura y la música y el lenguaje matemático. Y me habló de Le Corbusier y de cómo había inspirado horrores en su barrio de niño.
Entonces le dije que debía encontrar a Xenakis. Y en la medida de lo posible escuchar su música y leerlo y ver su arquitectura, porque no había el mismo efecto de lo uno sin lo otro (o de el Uno sin el Otro). Y entonces hablamos de los espacios y los lugares (los unos y los otros). Y él claramente esta(ba) fuera de lugar. Pero un lugar no existe del todo hasta que no hay alguien fuera de él. Como aquellos abrazados en medio de un mar en retroceso, en círculo, en un lugar que existe (y no existe) por tan solo unas horas al año. ¿Y qué lugar hay distinto, acaso?
Mañana existe Colonia. En diez días existe Hawaii.
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