Unas sandalias por un par de renminbi
Se acabó el verano. Aunque hoy, último día de agosto, está a 25º, vienen días de lluvia. Las señales fueron evidentes este fin de semana. Primero, un doblete de tormentas con relámpagos y truenos sacudió las noches del viernes y sábado. Segundo, la municipalidad se encargó de recordarnos que la temporada cultural está por comenzar; esto sirve no solo como un sello oficial al fin de las vacaciones, sino también como un consuelo de lo que hay por venir, salpicado de un muestrario. Pero ni las esculturas de hielo (efímeras como el verano), ni la pantalla de vídeos de Abba en el Dam, ni la música en vivo en el Nieuwmarkt (que no logró hacer mover la aguja de mi swingómetro), se comparan a saltar desde el muelle del Nieuwe Meer con el cielo despejado. Esto fue el fin de semana anterior, habiendo llegado allí en bote por entre los canales llenos de otros botes con gente exprimiendo las últimas gotas de lo que ha sido la mejor primavera y el mejor verano que haya visto en Holanda.
Pero hubo una tercera señal, más críptica y pertubadora. Fue la aparición de un hombre enjuto y canoso que envuelto en una chaqueta de mujer parecía una viejecita en la penumbra de la sala. En el cénit de su locura, terminó parado sin camisa sobre el baúl de la sala - ese que en algún momento sirvió para cargar municiones de los nazis, luego fue robado por la resistencia holandesa (y por ello tiene doble sello, el de la esvástica y el KM de la Koninklijke Marine), para finalmente acabar de pieza de centro. Desde allí con los brazos extendidos parecía un mártir, pero solo moriría horas después. Así lo encontré, como un Morrison latino, en la tina a medio llenar y los ojos abiertos pero ya por fuera de la esfera celeste.
Arrojé su cuerpo en la basura (afortunadamente el contenedor se encuentra justo frente a la puerta de entrada) junto con las sandalias ya trajinadas desde Hawaii pero además inútiles para lo que queda de este año. ¿O será que en diez días, en Liaoning, me harán falta? No importa, allá todo sale por cualquier moneda. Hay un perro inquieto; lo escucho ladrar. Es un ladrido inconfundible con un fondo de chillido, como cuando los dueños los dejan amarrados a la entrada del supermercado. Me temo, amigo, que tu dueño ya no volverá. Pero si recuperas mis sandalias de entre la basura, quizá te lleves una sorpresa. Nada, en todo caso, hará volver al verano.